sábado, 29 de junio de 2013

ÉRASE UNA VEZ UN PUEBLO

 
Sentada en la butaca de mi casa nunca pensé que algún día fuese a decir que las cosas más simples y más sencillas pudieran llegar a ser las más complicadas.                       Empezaban las vacaciones. Era un agosto que le caía ya septiembre. Todo estaba seco, amarillo. Seguía haciendo mucho calor. Las colinas de arriba parecían el mismísimo desierto. Y allí llegamos nosotros con la Cuca en su casita; llevaba la lengua tan de fuera que no se distinguía el comienzo del final. Según salimos del coche, ¡zaf!, -típico de mi pueblo-; mis zapatos se pusieron tonalidad verano-otoño.

            A lo lejos podía distinguir mi casa. Un casa con su fachada de piedra y su chimenea; debió de ser de mi tatarabuela. Al lado de ella estaba el mismo cactus de todos los años -ese cactus verde que tanto envidian las flores-. Malos recuerdos me traía y volvía a centrar la vista en la casa.

-¿Cuándo habéis venido?

Los vecinos empezaban a salir de todos los rincones. Todos con el sombrerito de paja y la labor entre sus manos. La respuesta parecía lógica cuando ibas cargado de maletas y bolsas de viajes.

-¡Cuánto has crecido!

Y ahora lo de siempre. La llegada a casa era interminable; no quedaban ni cinco pasos y aquello se hacia eterno. Créanme al decir que las horas de viaje comparadas con las charlas de las vecinas eran insignificantes.

Después de un largo día de viaje, visitas, saludos… llegaba la noche. Parecía mentira el cambio que se producía: los dedos se empezaban a congelar después de todo el calor del día. Finalmente caía rendida en la cama.

Parecía que madrugar se hacia obligatorio. En una noche tan solo, el reloj interno me despertaba para levantarme. La mañana despertaba nublosa. Una vez ya vestida me quedaba mirando por la ventana; solo se veían pequeños pajaritos, gorriones, volando de antena en antena. Todo aquello me parecía tan simple, una simple locura.

Por aquel pueblo no habían pasado los años, era la misma Roma en la Edad Media : caminos de piedras, carros en las calles llevados por bueyes, unos grandes portales de madera con sus campanitas adornando, las señoras barriendo sus puertas con escobas artesanales, los cabreros con la mochila al hombro, y un angelito de piedra en el pilar no podía faltar. Si te descuidas un poco podías ver todo en blanco y negro.

Las mañanas no tardaban en iluminar todo el campo con la belleza de la luz. Las flores sonreían y miraban al sol. Con la misma fuerza que me levantaba salía a la calle a dar un paseo en bicicleta, -esa bicicleta de verano oxidada, con el freno derecho estropeado-; pero me gustaba lo ligera que era y los lacitos que llevaba de adorno en el manillar negro de plástico. De aquello, a parte de recuerdos, me quedaron cicatrices.

Lo mejor de ir por los caminos era la imposibilidad de perderse: entrabas por uno y cambiabas, pero al momento seguías en el mismo. Todos los caminos se hacían uno para dar al pueblo. Se ve que a los primeros pobladores del pueblo les gustaba saber bien por donde iban. Me solía dar pequeños sustos cuando pasaba por los caminos tan estrechos; en un instante algo escondido entre las hierbas secas, se movía, se arrastraba e incluso silbaba; realmente aquellos pequeños ruiditos asustaban, aunque luego solo fuera un pequeño grillo. Los ruiditos hacían que desconfiase de los caminos y por ello, llevaba todos los sentidos puestos. Cuando veía que había bastante frondosidad, media vuelta y a elegir otro nuevo.

Llegaba la hora de comer. Todo el pueblo estaba programado para empezar a cocer los garbanzos en la lumbre. No había ni un alma en la calle y me producía una sensación tan de vacío que producía hasta miedo. Parecía que se habían escondido de algún peligro. Y, así era. El mayor peligro era quedarse en la calle a las dos del medio día.

Según iba entrando en casa  me venia el olor del cocido. Llegar a la cocina era realmente impresionante, había que pasar por la sala de tortura: los cerdos colgando, pieles, cortezas, chorizos, pancetas, jamones…-todo el matadero en casa-.

La hora de la comida estaba al principio muy silenciosa; alguna mosca que otra revoloteando por las cabezas, una semejanza a estar en misa: todo el mundo callado. Realmente en el pueblo se comía. De repente, al abuelo se le escapaban sus bromitas; eso indicaba que ya estaba a medio terminar de comer.

-Si un gallo pone un huevo y al día siguiente otro. ¿Cuántos huevos pone?

Todo inocente y segura de la respuesta contestaba que dos. Se hacia el silencio y empezaban las risitas, el barullo. Ahora era ya cuando se terminaba de comer. Mientras los demás recogían la mesa, mi abuelo bromeando conmigo se quedaba.

Después de esto, volvía lo más aburrido del día. Todos echando la siesta; yo, en cambio, en el corral de casa con La Cuca , matando moscas para dárselas al pollo que me solía comprar por verano en la feria de los jueves. Esto era algo triste de recordar, ya que todos los años dejábamos allí al polluelo para que mis abuelos lo cuidaran bien, pero siempre que volvía al año siguiente nunca estaba. Odiaba esas risitas cuando les preguntaba por él. Luego venía una mala excusa que yo, sin más, me la tenía que creer.

Pasadas las horitas de la siesta y de una caza constante, volvía el pueblo a nacer. Se volvía a oír el barullo de la gente, de los carros, de los perros, de  las campanas de la iglesia, de las pezuñas de las vacas contra el suelo, de las vecinas saliendo a la puerta, de los abuelos  preparándose para volver al campo… En  ese momento, en mi casa cogían el cántaro para los cerdos, el caco de sobras de la comida para los gatos del corral, el cesto vacío de los huevos para que luego volviesen llenos y calzaban al burro, le ponían las alforjas, dejaban todo bien puestito y ya quedaba todo preparado para una nueva marcha. Me hacía mucha ilusión montar en el burro, pero en esos casos que iba tan cargado no me dejaban subirme, pues me podía caer. La abuela se preparaba, se subía al poyo de la vecina y daba un pequeño salto. El burro ya sabía la orden.

-¡Arre Cano!

Y muy obediente, pasito a pasito, movía las patas como podía. A veces era tan bonito mirar la sincronización de las cuatro patas y esa parada constante que hacia por el camino, para  poder oler y distinguir donde podía marcar su territorio. Yo miraba a La Cuca que venía con nosotros; eran tan parecidos y tan diferentes a la vez.

Por fin después de un paso tranquilo llegábamos al corral, -con ese gran portal azul de chapa, y su gran llave debajo de una piedra lisa en pie a ella-. Siempre pensé que aquella puerta sería imposible de abrir, pero más adelante nos enteramos que un vecino entraba todas las madrugadas y se llevaba como media docena de huevos. Mi abuelo creía que el verdadero problema era que había comprado unas gallinas malas.

Según entraba al corral los gatos venían detrás mirando el caco de la comida. Ahora era cuando mi abuelo se disponía a despachar a los cerdos y de paso yo revolvía el gallinero. Unas veces las llenaba el bebedero; otras veces, salía del cañizo para recoger moras del camino y echárselas. Incluso, hasta hacia recetas de cocina que las gallinas comían gustosamente. Un día mezclaba pienso de los cerdos con trigo; mi referido era el revuelto de pienso, cogía agua y lo mezclaba hasta conseguir todo una masa viscosa. Lo malo era cuando mi abuelo veía todo el desbarajuste que había preparado: sacos abiertos y rotos, trigo por el suelo… En fin, el corral de las gallinas inundado. Aquello era un gran estanque de patos.

La tarde se echaba encima, un color anaranjado. Seguían cayendo las horas, los minutos, segundos… Se volvía rosa. Todos los señores del campo regresaban a sus casas después de un largo trabajo. Se volvía rojizo. Aparecía la primera estrella de la noche con el cielo lila. Le acompañaba la oscuridad. Aunque a aquella oscuridad engañosa le acompañaban grises, azules, morados y lilas. Las estrellas se volvían sorprendentes.

De vuelta a casa hacíamos pequeñas paraditas para mirar al cielo. Me contaban quien estaba en el firmamento y no quitábamos ojo a las constelaciones. Pero más asombroso que mirar al firmamento era observar a Cano la forma de seguir la conversación con esas grandes orejotas blancas echadas hacia atrás y esas dos perlas negras con las que miraba atentamente. Era como si todo lo que decíamos lo entendiera.

Aun salían algunos vecinos de sus corrales. Se unían a nosotros. Todos juntos marcando el paso rumbo a casa siempre acababan saliendo historietas. La noche se volvía mágica. Las personas cambiaban: se hacían más agradables, más pacíficas.

Por fin la llegada a casa. En el corral dejábamos a Cano. Le quitábamos las alforjas, y le servíamos la cena. Luego en la vieja pila nos enjabonábamos bien las manos, ¡parecían camaleones!, la cantidad de colores que se podían ver,  ni en el arco iris hubo nunca tantos.

Según nos dirigíamos a la cocina se oía el saltar de las croquetas. Esta vez a la hora de cenar no había que esperar el silencio del mediodía. La noche era el recuento de sucesos. Después salíamos al fresco haciendo un gran corro con las sillas de mimbre.

La noche llegaba a su fin con la almohada de retales bordado.

- ¡Buenas noches! ¡Que descanses!

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